A lo largo de la evolución de la vida en la Tierra las plantas han desarrollado estrategias de adaptación, reproducción y dispersión muy diversas: algunas desarrollaron semillas que se quedan pegadas en los pelos de los animales para asegurarse un medio de transporte que las lleve a otros territorios. Otras se dejan llevar en los sistemas digestivos de las aves, que las preparan para germinar lejos de la planta madre cuando sean expulsadas en la caca, es decir, asegurándoles su propia fuente inicial de fertilizante. Y otras —las protagonistas de esta analogía— evolucionaron para ser dispersadas a través de la explosión. En esas plantas, los frutos van acumulando tensión a medida que maduran y, cuando están listos, estallan: se abren de golpe y las semillas son lanzadas a varios metros de distancia. ¡Algunas plantas alcanzan distancias de hasta 100 metros con este método de dispersión! La fuerza que genera la explosión usualmente se debe a la presión de fluidos dentro del fruto, a sus “tensiones internas”. (¿Suena familiar?). A mí me parece absolutamente fascinante que la naturaleza haya desarrollado esa estrategia de reproducción, y creo que es un bonito recordatorio de que algunas cosas necesitan estallar para que la vida siga siendo posible. Sin embargo, la naturaleza misma también nos recuerda que no todo estalla, que las cosas que estallan no estallan de manera sostenida ni estallan todo el tiempo, que el estallido es apenas el primer paso de un largo proceso y que es necesario que haya otras estrategias de adaptación, reproducción, reinvención y renacimiento. Así como tienen su lugar y su importancia las semillas explosivas, también son necesarias todas las otras estrategias que han desarrollado otras plantas: las esporas que viajan con el viento, las semillas que caen al agua y son transportadas por los ríos, los rizomas que crecen debajo de la tierra —de manera invisible para nosotras— y hacen posible que nuevas plantas crezcan en nuevos lugares como por arte...